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La idea de que el éxito es fruto exclusivo del esfuerzo individual es seductora, especialmente en una sociedad que aspira a la movilidad social. En un país como México, donde las desigualdades están profundamente arraigadas, la meritocracia parece ofrecer un camino claro hacia la prosperidad. Sin embargo, ¿realmente todos iniciamos desde el mismo punto de partida? Es fácil creer que el mérito personal es suficiente para escalar posiciones, pero esta noción omite las barreras estructurales que muchos enfrentan desde el nacimiento.

¿Es realmente posible que todos tengan las mismas oportunidades cuando factores como la educación, el entorno familiar, y la estabilidad económica están distribuidos de manera tan desigual? El sistema educativo en México, por ejemplo, está marcado por profundas disparidades que limitan las posibilidades de aquellos que provienen de entornos menos privilegiados. Aun cuando un niño se esfuerce al máximo, si su escuela carece de recursos y su familia lucha por subsistir, su capacidad para competir en igualdad de condiciones con alguien de un contexto más favorecido se ve severamente mermada.

La meritocracia, en teoría, premia el talento y el esfuerzo, pero en la práctica, muchas veces refuerza las desigualdades existentes. Esto no significa que el esfuerzo no tenga valor, sino que ignorar las circunstancias que rodean a cada individuo es una simplificación peligrosa. ¿Por qué entonces, seguimos aferrados a la idea de que el éxito es puramente individual?

La narrativa meritocrática puede servir como un mecanismo para justificar las diferencias sociales y económicas, minimizando la responsabilidad colectiva de crear condiciones más equitativas para todos. Esto se vuelve especialmente evidente en el mundo laboral, donde la meritocracia se usa para justificar por qué algunos logran ascender mientras otros permanecen estancados, sin considerar que el acceso a redes de contacto, la formación adecuada y la estabilidad emocional son factores que influyen significativamente en el desempeño.

La meritocracia también tiene un impacto psicológico en aquellos que no logran alcanzar el éxito prometido. ¿Cómo se siente una persona cuando, pese a todos sus esfuerzos, no logra superar las barreras que el entorno le ha impuesto? Este fracaso se internaliza, llevándola a creer que su situación es producto de su falta de esfuerzo, lo que puede generar un sentimiento de impotencia y baja autoestima. En realidad, es el sistema el que falla al no reconocer las inequidades que condicionan las posibilidades de cada individuo.

En lugar de perpetuar la idea de que el éxito depende únicamente del esfuerzo personal, es fundamental replantearnos cómo podemos construir una sociedad más justa. ¿No deberíamos enfocarnos en asegurar que todos los niños tengan acceso a una educación de calidad, sin importar su origen socioeconómico? Además, es crucial que las políticas públicas se diseñen para apoyar a aquellos que enfrentan las mayores dificultades, reconociendo que el verdadero mérito también reside en superar los obstáculos impuestos por una sociedad desigual.

El reto para México, y para cualquier sociedad que aspire a ser verdaderamente justa, es desmontar la falacia de la meritocracia como la única vía al éxito. Reconocer las diferencias estructurales es el primer paso para construir un sistema más equitativo, donde el talento y el esfuerzo puedan florecer en un terreno de juego más nivelado. Esto requiere no sólo un cambio en la narrativa, sino un compromiso colectivo para redistribuir las oportunidades de manera más equitativa, garantizando que el éxito sea accesible para todos, no sólo para unos pocos privilegiados.

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